sábado, 10 de abril de 2010

AL VAIVÉN DE LA GAVIA: POESÍA Y PARADOJA EN LA NIEVE DEL ALMIRANTE




Hace calor y las sábanas se pegan al cuerpo. Con el sueño a cuestas,
tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en compañía de la
creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra.
La creciente. (Mutis,1980,23)


Y sin embargo, sé que seguiré escribiendo poemas lo mismo que Sísifo escalaba la roca, pero sin el consuelo de fortalecer los músculos. Es decir, que en este transvasar las aguas de la nada, halla el poeta la razón de su existencia.
Grandeza de la poesía. (Mutis,1980,39)


Resumen

El presente artículo es un diálogo entre la novela La nieve del almirante (1986) de Álvaro Mutis y el número XLIV de la revista Golpe de Dados, “Álvaro Mutis, textos olvidados” (1980), en la cual encontramos una antología miscelánea de comentarios, prosas y poemas que han permanecido al margen de los estudios sobre el escritor colombiano. A partir de estas referencia, la presente investigación devela una poética sólida tras la narrativa y la poesía de Mutis: el viaje como paradoja.
Palabras claves: archivo, mirada imperial, viaje, poesía.

Abstract
The following article is a dialogue between the novel La nieve del almirante (1986) by Álvaro Mutis and the number XLIV of the Magazine Golpe de dados (“Álvaro Mutis, textos olvidados”,1980) which has an important anthology of comments and poems by Mutis that have stayed outside of the studies made about the Colombian writer. However, these materials build a solid idea that crosses every book by Mutis: the paradox of travel.
Key words: archive, imperial eyes, travel, poetry.

Sólo hasta 1986 Álvaro Mutis da por terminada la primera novela que dará inicio al ciclo de Maqroll, el Gaviero, La nieve del Almirante. Cuatro décadas –desde sus primeros poemas hacia 1943- para decantar un imaginario poético hasta fraguarlo en una prosa cargada de silencios. En una entrevista que le concedió a Conrado Zuluaga en Madrid para las Lecturas dominicales del diario El Tiempo, horas antes de recibir el premio Cervantes 2001, Mutis confiesa: “Las siete novelas que me he sentado a escribir están hechas con los mismos elementos, las mismas obsesiones, los mismos rechazos, los mismos sueños, las mismas persistencias de la memoria, con que están hechos los poemas”(Mutis,2002,3). Lo sabemos: en la producción de Mutis, novela y poesía miran suspendidas el mismo horizonte.

En La nieve del Almirante -novela con la que vamos a dialogar en estas páginas- el escritor juega con sus barajas mientras confunde al lector en la tormenta. Varios retazos conforman el texto, varias voces se apropian de la narración, pues es la palabra la que vivifica y da sentido a la travesía por el río Xurandó y las montañas tropicales. Tras las dos partes de la novela, El diario del Gaviero y Otras noticias sobre Maqroll el Gaviero, respira un autor-personaje que edita y comenta los manuscritos de su amigo-protagonista, además de agregar algunos otros rumores sobre su estadía en diversos lugares de la sierra. La novela comienza: “Cuando creía que ya habían pasado por mis manos la totalidad de escritos, cartas, documentos, relatos y memorias de Maqroll el Gaviero y que quienes sabían de mi interés por las cosas de su vida habían agotado la búsqueda de huellas escritas de su desastrada errancia, aún reservaba el azar una bien curiosa sorpresa, en el momento cuando menos lo esperaba”(Mutis,1993,11). Era el diario de Maqroll, escondido en el bolsillo interior del preciado libro de P. Raymond sobre el duque de Orleáns, editado en 1865, y que el autor-narrador-editor encuentra por casualidad en una librería de viejo en el barrio gótico de Barcelona. A partir de este momento, son los “documentos” los que permiten la aventura; deshechos por los días y el olvido, los viajes permanecen en la letra. El autor-narrador escudriña en el archivo personal de un hombre sin certezas ni nación que ve más allá desde su no-lugar.

Como bien lo ha demostrado Roberto González Echeverría en su ya clásico Mito y archivo, es a través del documento que gran parte de la narrativa latinoamericana acostumbra legitimar la historia que cuenta: “Mi hipótesis es que, al no tener forma propia, la novela generalmente asume la de un documento dado, al que se le ha otorgado la capacidad de vehicular la “verdad” –es decir, el poder- en momentos determinados de la historia”(González,1998,32). Y aunque los manuscritos del Gaviero no hacen parte de un discurso legal o político, son la única huella de su experiencia. Papel, tinta, afán por anotar, por escupir letras, por dialogar con los difuntos y los ausentes a través del conjuro de los signos en la hoja: autoconciencia de la escritura. Dejar de escribir sería el abismo, el silencio blanco, la mudez inmóvil. Dice el Gaviero: “La cantidad de facturas y memoriales de aduanas que encontré en la cala de la lancha y que el capitán me obsequió para escribir este diario, único alivio al hastío del viaje, se están terminando. También el lápiz de tinta está llegando a su fin”(Mutis,1993,44).

Por eso, como un as bajo la manga, Mutis gana la partida de la verosimilitud al darle la voz de la historia al propio protagonista. Testimonio del sueño, del delirio, del exilio, La nieve del almirante tantea el laberinto de la escritura. Indaga el libro de Raymond sobre el duque de Orleáns en la voz del Gaviero, como indaga el diario del Gaviero y su itinerario el propio autor-editor. Además, tanto el editor como el Gaviero se dejan llevar repetidamente por un tono poético que los acerca a otros discursos: reglas de vida que parecen salmos extraídos de una biblia personal; sentencias y epigramas que totalizan con la fuerza de su brevedad; oraciones profanas cantadas con la certeza del marinero; descripciones de la selva, la cordillera, el trópico, que desnudan el ánimo de los personajes y el lector. Más allá del viaje mismo, estas voces se internan –siguiendo la diálogo habitual con Conrad- en el corazón de las tinieblas. Por el río Xurandó y, más tarde, por la neblinosa sierra, Maqroll nos va guiar en las siguientes sílabas.

I. SOY EL DESORDENADO HACEDOR DE LAS MÁS ESCONDIDAS RUTAS...

El viaje es una noción múltiple atravesada por términos tan diversos como el poder y la búsqueda. Conquista, colonia, imperio, ultramar, saqueo, asombro, historia; naufragio, abandono, locura, delirio, pérdida, encuentro. El viaje da mareo de sólo pensarlo. Siguiendo la tesis de Mary Louise Pratt sobre los ojos imperiales en las narrativas de viajes (1992), dice Axel Gasquet en De la “mirada imperial” a la errancia moderna, a propósito de la naturaleza del género que nos atañe: “El viaje literario antecede probablemente al viaje histórico. El viaje está fundido con la propia historia de la literatura. Puede afirmarse que no hay épica sin viaje”(1999,22). Gasquet recuerda la travesía de Ulises, las luchas del Cid fuera de su patria, así como la épica grotesca de El Quijote, quien persigue la aventura más allá de la mancha. Sugiere con este recorrido que el proyecto colonial y la misión “civilizadora” son el nacimiento del viaje moderno. En el siglo XVIII y XIX, por ejemplo, Europa se apropia de este proyecto con antecedentes claros en la Conquista de América. Cuatro aspectos facilitan y motivan este clímax, entre muchos otros: la naciente Revolución Industrial; la Conquista Burguesa y las Guerras Napoleónicas; el romanticismo y la búsqueda de lo exótico; y la ilustración y el auge de las Ciencias Naturales (en especial, la botánica). Son también cuatro los personajes determinantes en esta nueva forma del viaje como sometimiento: Charles de La Condamine, quien realizó una expedición poco exitosa en Perú y Quito, y hacia 1744 y 1745 divulgó los primeros documentos de su investigación; Carl Linneo, que en 1735 publica Sistema Naturae, primer sistema taxonómico para el reino vegetal, gran intento de una mente ilustrada e imperialista por ordenar el supuesto “caos” del mundo natural; Alexander Von Humboldt y Aimé Bonpland, quienes entre 1799 y 1804 realizaron un largo viaje por América, hasta que en 1808, ya instalados en París, publicaron Tableaux de la Nature, cuyo público lector excedió a los especialistas; y, por último, Charles Darwin, quien se embarcó a bordo del Beagle a los 22 años, después de haber leído la traducción al inglés de las crónicas de Humboldt en el año 1831.

A propósito de esta época en que el viaje fue el epicentro de los poderes globales, el estudio de Gasquet señala que: “La imposición del eurocentrismo requiere un planeta mundializado y el sistema de Linneo es la herramienta que permite unificar científicamente el planeta”(Gasquet,1999,25). Circunstancia a partir de la cual comienza a consolidarse la mirada imperial, no sólo hacia América, sino también hacia África, Asia y Oceanía. Adicional a esto –dice Gasquet-, es claro que la posesión de los territorios estaba entonces determinada por la lengua: “Nombrar por medio de la palabra y hacer entrar esa palabra en un sistema interpretativo único era considerado un acto de posesión y propiedad sobre las cosas y los seres”(Gasquet,1999,25).

¿Qué es, pues, un descubrimiento...? Para los ojos imperiales descubrir fue nombrar en la lengua del imperio lo que “otros” ya conocían. Sin embargo, hacia finales del Siglo XIX y comienzos del XX –aclara Gasquet-, a pesar de que el saqueo colonial estaba institucionalizado, “escritores como Joseph Conrad o Victor Segalen dan cuenta de la necesidad de un cambio en la literatura de viajes. El entusiasmo colonizador se diluye para dar paso a la tristeza y la pesadumbre (...) El hombre blanco ya no tiene la seguridad y el aplomo que habían caracterizado al héroe victoriano”(Gasquet,1999,26). Gasquet subraya, entonces, que ahora el medio es el que domina al viajero, la selva corroe el alma del expedicionario; los ríos son misterios que dejan sin fuerza a cualquier aventurero, el mar es una pregunta. Este es el gran giro de la errancia: diluidas las certezas del colonizador, la búsqueda comienza a ser interior.

Por eso Gasquet desemboca en el travel writer contemporáneo: “Ya no hay más geografías que explorar, ningún lago o montaña que descubrir ni río que bautizar. El viaje es una excusa para el viaje interior”(Gasquet,1999,26). Al final nos quedan zumbando las palabras del padre decimonónico del travel writing: “No viajo para ir a ninguna parte –dice Robert Louis Stevenson -: viajo por el placer del viaje”(Gasquet,1999,28).

Bajo esta luz, La nieve del almirante es una novela que bebe de esta tradición. En un texto de 1971 titulado "La compañía de Proust", Álvaro Mutis confiesa: “Con el paso de los años asistimos a una liquidación inexorable de amistades y entusiasmos, a un necesario decantamiento de lecturas e incursiones por la música y la pintura (...) Con referencia a las lecturas sé decir que a mi lado sólo quedan ya, para siempre, la presencia de Proust, el delgado y hondo lamento de Cernuda, la melancólica derrota de Conrad y la dorada vetustez de los hechos de Bizancio”(1980,34). Palabras que nos aclaran el linaje de Maqroll.

Que Conrad aparezca en esta selecta lista es una señal que hay que saber interpretar. Como Marlow en El corazón de las tinieblas, Maqroll va remontando un río lleno de presagios. Al final del camino, más que el corazón del Congo o los aserraderos que llenarán de oro los bolsillos de cualquier comerciante, hay un no-lugar que deja al desnudo los temores del que viaja. No obstante, tanto la mirada de Marlow como la mirada de Maqroll viven la ilusión del determinismo histórico y la idea de ser “civilizados”; ambos detallan a los nativos con rareza y cuestionan la precariedad del entorno y el modo de vida de los pueblos y caseríos a donde llegan. Lo interesante es que entre Marlow y el Gaviero hay un siglo: Marlow representa el poderío del imperio inglés en ultramar; Maqroll, en cambio, es un comerciante que no tiene patria.

Comenzando la travesía, el Gaviero nos cuenta en su diario que una familia de indígenas se ha subido al planchón: “Todos desnudos por completo. Se quedaron mirando la hoguera con indiferencia de reptiles”(1993,18). Unas páginas adelante, insiste con sus analogías: “Durante todo el día estuvieron allí sin moverse ni pronunciar palabra. Ni el hombre ni la mujer tienen vellos en parte alguna del cuerpo. Ella muestra su sexo que brota como una fruta recién abierta y él el suyo con el largo prepucio que termina en punta”(1993,19). Al final de su diario, nos da una imagen certera del mecánico que lo ha estado acompañando todo el viaje con su silencio: “Las manos de nuestro mecánico se mueven con tal destreza, que parecen dirigidas por algún espíritu tutelar de la mecánica, extraño por completo a este aborigen de informe rostro mongólico y piel lampiña de serpiente”(1993,80). Es claro que las palabras que escoge Maqroll para nombrar a los nativos son déspotas, construyen un discurso sobre lo “primitivo” y elemental de sus conductas, comparándolos constantemente con animales y frutas exóticas, ajenos por completo a la “civilización”. Su discurso es colonizador, su relato en esos momentos en que describe a los nativos parece la crónica de un conquistador del siglo XVI. Y sin embargo, reconocemos que detrás de esas palabras, hay una honda atracción, una imposibilidad de leer el entorno, un asombro que desarma al Gaviero; es, en pocas palabras, ese malestar que señalaba Gasquet a propósito de Conrad, ahora el medio es el que domina al viajero. Entre el desprecio y la fascinación, el viaje de Maqroll comienza a dilucidar la paradoja.

Minado de incertidumbres, Maqroll va internándose en el río Xurandó a medida que se va enfrentando a sí mismo; un abismo es uno y otro: el trópico y el destino. Como la marea, el ánimo del Gaviero baila según el paisaje, el clima y los sueños. El entorno es espejo, reflejo inclemente, calco de la interioridad. Todos los personajes parecen respirar cuando los árboles tupidos se retiran del techo vegetal sobre el río, así como la soledad y la calma de algunos remansos es fatal para el ánimo de los tripulantes: “La soledad del lugar nos deja como desamparados, sin que sepamos muy bien a qué se debe esta sensación que no tenemos en medio de la jungla, pese a su vaho letal, siempre presente para recordarnos su devastadora cercanía”(1993,60). Ya llegando al final de la aventura, cuando se ha perdido definitivamente la motivación por el negocio de los aserraderos y tanto el Capi como Maqroll saben que la riqueza del viaje ya ha sido hallada, el diario dice: “El paisaje parece estar en armonía con mi estado de ánimo: una vegetación casi enana, de un verde intenso y ese olor a polen concentrado que parece pegarse a la piel; la luz tamizada a través de una tenue niebla que nos hace confundir las distancias y el volumen de los objetos”(1993,102). A lo largo de toda la aventura, un elemento se va filtrando como la noche: la cordillera. Con los primeros asomos de sus montañas y su frescura, no antes, Maqroll comienza a soñar.

II. NIEGA TODA ORILLA...

Sabemos que el Gaviero es un comerciante nómada, cuya patria es el agua, un territorio incierto que es aventura y fatalismo, despedidas, sueños, soledades. Aficionado a la lectura de textos históricos, padece Maqroll una nostalgia antigua de héroes, reyes y traiciones. Sabemos que es un gran narrador y, a través de sus documentos, sabemos que ha conocido los puertos más lejanos y los parajes más exóticos. Pero desconocemos su procedencia, su lugar de nacimiento. ¿Importa? Más bien, inquieta, pues Maqroll no ha olvidado a pesar de la errancia, él nunca se ha ido a pesar de la diáspora: reafirma sus recuerdos mientras recorre el mundo. Sigue, por ejemplo, el curso del río Xurandó que lo llevará hasta los aserraderos, pero, al mismo tiempo, no ha dejado ni por un momento de soñar con Flor Estévez y con La nieve del Almirante, esa tienda anónima perdida en el páramo y la niebla.

Dice Mutis en un poema titulado “Encuentro con Maqroll el Gaviero”:

¿De qué habló? Del olor de los eucaliptus,
del vino y sus gemidos de adiós,
de la memoria que torna indeleble un rostro, una ausencia,
un paisaje que cambia de lugar, un día que no acaba nunca de pasar
día tras día, cubierto de sangre y helechos.
¿Y su casa? Se abre hasta el hueso de la tiniebla,
entre la risa de los cafetales, tierna y despótica
como toda presencia amante. (Mutis,1980,40)


El trópico y la sierra son visiones indelebles que lo persiguen en cualquier latitud. Y sin embargo, Maqroll niega toda orilla, porque más allá de los puertos que lo esperan, las tabernas que lo ven pasar, o los barcos que sueñan con él embriagados por la selva o la deriva, el Gaviero es consciente de la indeterminación. En La nieve del almirante, el primer día del diario del Gaviero (marzo 15) ya está teñido por la incertidumbre: “Todo esto es absurdo y nunca acabaré de saber por qué razón me embarqué en esta empresa. Siempre ocurre lo mismo al comienzo de los viajes. Después llega la indiferencia bienhechora que todo lo subsana”(Mutis,1993,17).

Las empresas del Gaviero carecen de sentido desde el comienzo. Los aserraderos son un rumor; su proyecto está sustentado en un chisme. Importa sí que el Gaviero se lo proponga, independientemente de lo factible que sea su propuesta. Terco, Maqroll insiste: “Al subir a esta lancha mencioné el aserradero de marras y nadie ha sabido darme idea cabal de su ubicación. Ni siquiera de su existencia. Siempre me ha sucedido lo mismo: las empresas en las que me lanzo tienen el estigma de lo indeterminado, la maldición de una artera mudanza”(Mutis,1993,23). Como el hombre que persigue un espejismo, el Gaviero insiste en el desierto, y esa fuerza inútil de antemano, lo mantiene en pie a pesar de todo. Y de ahí su lucidez; cuando el desencanto es el único rostro de los días, de pronto el hombre comprende lo in-nombrado. Una de las sentencias que todavía se lograba leer en el pasillo que llevaba al improvisado orinal de La nieve del almirante decía:

Sigue a los navíos. Sigue las rutas que surcan las gastadas y tristes embarcaciones. No te detengas. Evita hasta el más humilde fondeadero. Remonta los ríos. Confúndete en las lluvias que inundan las sabanas. Niega toda orilla. (Mutis,1993,132)


Intentar es lo que vale, rumbo y procedencia son accesorios del instante que viaja. Aunque el Gaviero nunca se detenga, sus sueños y sus nostalgias insisten inmóviles en los mismos parajes. En 1952, Mutis escribe un poema que parece dictarle Maqroll y que pinta este sentimiento, Nada vale:

Nada vale esforzarse en las más hazañas,
cambiar el imperio de vastas organizaciones submarinas
llevar el gozo hasta las más altas cimas de la ola,
armar de duras lanzas el sol del mediodía, sembrar la
tarde de señales y gritos que anuncian la muda estatua
nocturna y sideral que reina sobre las extensiones.
De nada vale, todo torna a su sitio usado y pobre,
un silencio juicioso se extiende como una caperuza
polvosa y densa sobre cada cosa, sobre cada impulso
que viene a morir contra la cerrada coraza de los días.(Mutis,1980,29)


III. SOY DE ALLÍ, CUANDO SALGO DE ALLÍ EMPIEZO A MORIR...

Quietud y movimiento: palabras que se desdibujan en el viaje. Ya lo decía Chuang-Tsé en el Siglo IV antes de Cristo, recordando una vieja historia de su maestro Lao-Tsé, quien en su juventud amaba los viajes. Un día, el sabio Hu-Ch´eng Tsé lo previno:

“Me pregunto si tus viajes son de veras distintos a los de los otros. Siempre que vemos algo, contemplamos algo que está cambiando; y casi siempre, al ver eso que cambia, nos damos cuenta de nuestros propios cambios. Los que se toman trabajos sin cuento para viajar, ni siquiera piensan que el arte de ver los cambios es también el arte de quedarse inmóvil. El viajero cuya mirada se dirige a su propio ser, puede encontrar en él mismo todo lo que busca. Esta es la forma más perfecta del viaje; la otra es, en verdad, una manera muy limitada, de cambiar y contemplar los cambios”. Convencido de que hasta entonces había ignorado el significado real del viaje, Lao-Tsé dejó de salir. Al cabo del tiempo Hu-Ch´eng Tsé lo visitó: “¡Ahora sí puedes convertirte en un verdadero viajero! El gran viajero no sabe adónde va; el que de verdad contempla ignora lo que ve. Sus viajes no lo llevan a una parte de la creación y luego a otra; sus ojos no miran un objeto y después otro; todo lo ve junto. A esto es a lo que llamo contemplación”. (Paz,2000,511)


Como en el texto de Chuang-Tsé, en La nieve del almirante Maqroll indaga por los dos caminos: primero se desplaza por el río Xurandó y, más tarde, se aísla en el socavón del alférez y el cañón del Aracuriare. En cada travesía, el único mapa posible es la paradoja: entre un “aquí” y un “allá” intercambiables, el Gaviero todo el tiempo está inventando puentes.

En la primera parte de la novela, a través de su diario leemos a un personaje que, aunque va en busca de los aserraderos (allá), todo el tiempo está recordando, soñando y dialogando con otras épocas (otros “allás” simultáneos). Podríamos decir que Maqroll, en cierta forma, está estático en sus visiones a pesar del movimiento (pues los “allás” también podrían ser, simplemente, un “aquí” inmutable). Cuando por fin se alza la cordillera en el paisaje, el Gaviero nos reafirma nuestra intuición: “Caigo en la cuenta de que había olvidado lo que se sentía frente a ella, lo que ella representa para mí como ámbito protector, como fuente inagotable de pruebas tonificantes (...) siento subir del fondo de mí mismo una muda confesión que me llena de gozo y que sólo yo sé hasta dónde explica y da sentido a cada hora de mi vida: “Soy de allí. Cuando salgo de allí, empiezo a morir”. Tal vez a eso se refería el capitán cuando hablaba de mi inmortalidad”(1993,89). La cordillera, como los sueños, como Flor Estévez, son la morada perdida, telúrica, sensual, que le devuelve lo eterno o lo estático.

En la segunda parte, el narrador y el propio Gaviero nos muestran a un hombre detenido en un “aquí” que, no obstante, se disemina en múltiples “allás”. En Cocora, el Gaviero se ha quedado cuidando esa mina delirante y no sabe cuántos años lleva allí. La quietud parece borrar el tiempo, mas no las visiones de ese “allá” que fue en otras épocas: “Y yo que soy hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron transitorio pretexto de amores efímeros y riñas de burdel, yo que siento todavía en mis huesos el mecerse de la gavia a cuyo extremo más alto subía para mirar el horizonte y anunciar las tormentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardúmenes vertiginosos que se acercaban como un pueblo ebrio”(Mutis,1993,123). En La nieve del almirante, las sentencias que persisten en los muros costrosos del pasillo son la evidencia de los fantasmas del pasado, de la sal y el salitre que impregnan la sombra del Gaviero. En El cañon de Aracuriare sabemos que Maqroll permanece unos días, cansado de su errancia insaciable y, como Lao-Tsé, “inició, sin propósito deliberado, un examen de su vida, un catálogo de sus miserias y errores, de sus precarias dichas y de sus ofuscadas pasiones”(Mutis,1993,137). En esta empresa, el Gaviero va hasta la muerte y regresa: “Las paredes de granito, el perezoso avanzar de las aguas, su tersa superficie y la sonora oquedad del paraje, fueron para él como una imagen premonitoria del reino de los olvidados, del dominio donde campea la muerte entre la desvelada procesión de sus criaturas”(1993,139).

Al fin de cuentas, el camino del Gaviero es doble; su intuición, poética. Él ve más allá, presiente la otra orilla, vislumbra lo que el resto de la tripulación a penas si comprende. Comenzando su diario, por ejemplo, perdido en las disquisiciones sobre el duque de Orleáns, comprende que a su lado está desfilando una vida paralela, una existencia que es él mismo y, al mismo tiempo, otro: “Una vida que pasó a mi vera y no lo supe. Allí está, allí sigue, hecha de la suma de todos los momentos en que deseché ese recodo del camino, en que prescindí de esa otra posible salida y así se ha ido formando la sabia corriente de otro destino que hubiera sido el mío y que, en cierta forma, sigue siéndolo allá, en esa otra orilla en la que jamás he estado y que corre paralela a mi jornada cotidiana”(1993,25).

Leyendo la historia y leyendo sus sueños, el Gaviero recibe iluminaciones que no logra descifrar del todo. El 17 de Abril, dice en su diario: “Hoy, durante la siesta, soñé con lugares. Lugares donde he pasado largar horas vacías y que, sin embargo, están cargados de algún significado secreto. De ellos parte una señal que intenta develarme algo”(1993,52). En cada sueño que lo embriaga, siempre está buscando algo: Napoleón en medio de la guerra, Flor Estévez en un barco deteriorado e irreal, una voz tras una reja en la pequeña ciudad de Bourbonnais. Cada sueño es un relámpago que le devuelve al Gaviero un parpadeo del misterio. Como señala Blanca Inés Gómez en su artículo “Una aproximación a La nieve del almirante”: “...el hombre es un ser escindido entre la realidad y el sueño y su camino está marcado por la errancia”(Gómez,2000,164). Otra vez es la intemperie el único camino, ya no sólo en el agua, sino en la existencia.

En este punto, vale la pena recordar otra de las respuestas que dio Mutis a la entrevista de Zuluaga en el año 2001. Cuando le preguntaron por la función del poeta, Mutis respondió seguro: “Todo poema tiene que ser visionario. Mostrarle al hombre un “otro lado” de él mismo y del mundo, tan válido como la realidad. Y tan grave y con consecuencias tan definitivas como la realidad misma. Ese salto tiene que darlo el poeta y si no lo da, a mí no me interesa”(2002,3). El salto de Maqroll es como el que propone Mutis para el poeta.

La expulsión de una patria es mucho más que la lejanía de una tierra. El desencanto es ya un síntoma del destierro. Las búsquedas incesantes del Gaviero son, tal vez, las ansias de reconciliarse con lo perdido. Como dice Octavio Paz en El arco y la lira: “El hombre ha sido arrojado, echado al mundo. Y a lo largo de nuestra existencia se repite la situación del recién nacido: cada minuto nos echa al mundo: cada minuto nos engendra desnudos y sin amparo; lo desconocido y ajeno nos rodea por todas partes”(Paz,1986:144). El poeta lo sabe, y lo sabe el Gaviero: “Y a la extrañeza sucede la añoranza. Nos parece recordar y quisiéramos volver allá, a ese lugar en donde las cosas son siempre así, bañadas por una luz antiquísima y, al mismo tiempo, acabada de nacer. Nosotros también somos de allá”(Paz,1986,134). Quizás esta sea una de las únicas certezas que corroen el alma de Maqroll: la angustia del regreso. Y sin embargo nunca se consuma.

En 1965, Mutis escribe un texto titulado "Grandeza de la poesía". En él, se pregunta: "¿...acaso tiene algún sentido escribir poesía, “hacer” poesía escrita, en un mundo que va ofreciendo cada día más variados y sorprendentes caminos a la expresión poética, liberada del peso muerto, del usado lastre de las palabras?”. Y unas líneas adelante, él mismo se contesta: “sé que seguiré escribiendo poemas lo mismo que Sísifo escalaba la roca, pero sin el consuelo de fortalecer los músculos. Es decir, que en este transvasar las aguas de la nada, halla el poeta la razón de su existencia"(1980,39)

Otra vez es la imagen del poeta la que nos explica la terquedad del Gaviero. Viaje, desencanto, poesía, grito en el vacío, diatriba contra nadie, laberinto de nieve. Como Sísifo, al final el Gaviero vuelve sobre lo mismo (que es lo otro...): “... “Bueno, ahora me despido. Bajo para llevar un planchón vacío hasta la Ciénaga del Mártir y, si río abajo consigo algunos pasajeros, reuniré algún dinero para embarcarme de nuevo”..”(148). Mareo, duda, titubeo; en la gavia hay que agarrarse duro, abrir bien los ojos y dejarse bailar (aquí o allá...) por las visiones.

Bibliografía

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• GASQUET, Axel. “De la “mirada Imperial” a la errancia moderna” en Revista Quimera. Número 176. Enero. 1999. p. 22 – 28.
• GÓMEZ, Blanca Inés. “Una aproximación a la nieve del almirante” en Universitas Humanística. Vol 28. Nº 49. Enero-Junio de 2000.
• MUTIS, Álvaro. La nieve del Almirante. Bogotá: Norma. 1993.
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• PALENCIA Silva, Mario. “La aventura mítica del héroe en La nieve del almirante de Álvaro Mutis” en Revista UIS-Humanidades. Vol.27.Nº1.p 129-142. Enero-Junio de 1998.
• PAZ, Octavio. El arco y la lira. México: Fondo de cultura económica.1986.
• ....................... Versiones y diversiones. Barcelona: Círculo de lectores. 2000.
• PRATT, Mary Louise. Imperial eyes, travel writing and transculturation. Routledge. 1992.
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• ZULUAGA, Conrado. “Mutis rehace sus pasos” en Lecturas dominicales del diario El Tiempo. Bogotá. Domingo 28 de abril de 2002.

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